No sé cuál sería la canción adecuada en este momento y a
esta hora para empezar a viajar entre letras.
No sé cuál sería el momento adecuado para empezar a soltar
la cuerda y dejarme caer.
Caer no siempre tiene que ser malo. Puedo caer en tu cama y
la caída sería agradable o al vacío y sentirme tan llena. Tan plena. Mientras
caigo estirar mis brazos y sentir el aire, el espacio. Nada más a mí alrededor
más que las nubes, de humo. Que los recuerdos haciendo un remolino por mi
espalda y mojando un poco mis ojos. No son sólo mis ojos los que se mojan
cuando te recuerdo.
Soledad, ella, tan grande, tan chica, tan polifacética igual
que yo. Tan comprensiva y tan nociva. Tan extenuante, exagerada, exacta,
exacerbante. Que me exalta cuando me exige que encuentre el lugar exacto para
soltarlo todo y dejarme ser. Ex, ex, ex. Todo lo que pudo ser y ya no fue.
Tatuado en mi mente el hecho de que el hubiera no existe. Pues si ya no fue no
es y si no es, es porque era mejor que no fuera. En todo caso, soledad toca a mi puerta a
invitarme a bailar con la nostalgia. Y cuando me hundo entre ella es cuando me
doy cuenta de que estoy cayendo. Y caer se siente bien. Caigo desde lo más alto
desde donde me encuentro, caigo para poder llegar hasta lo más hondo del fondo
y luego, poder impulsarme lo más arriba que pueda. Para repetir el ciclo.
A veces mis palabras tienen
pena, o miedo, o quizá sólo están cansadas, agotadas. Les doy tanto peso
que quiebro sus piernas y luego ya no pueden sostenerse. Y ellas también caen.
Y es en esa lluvia de letras en la que empapo mi alma. Salgo
sin paraguas y abro la boca mirando hacia el cielo. Esperando poder retener en
mi lengua tantas letras como sea posible. Para empezar a hacerte un poema. Que
empiece en mi lengua llena de abecedarios y sueños y termine entre tus piernas.
Donde se tergiversa la realidad y ya no sé si estoy aquí o allá. A veces
confundo estar despierta con estar soñando. O la realidad es muy puta o los
sueños muy utópicos. Y además, mi verdadero problema radica en estar enamorada
de los momentos efímeros. De su fugacidad. De la capacidad que tienen para
desvanecerse ante mí. De su magia.
Digo magia porque brillan pero además desaparecen de la
nada. Y siempre corro la cortina tratando de encontrar el truco. Pero no lo
hay. Detrás de ella sólo está ese cementerio de momentos rotos que nunca
vuelven a ser el mismo. Pero con cada uno que muere, nace otro nuevo. La otra
vez una sirena me contaba que dan su vida por los otros, se sacrifican para
hacer una cadena de momentos fugaces. Por eso debes dejarlos morir. Porque su
muerte trae vida en la espalda.
Es sólo que a veces es difícil entender eso. Que alguien de
su vida por otro. Que muera para generar o para tal vez renacer en otro lugar.
Quisiera poder guardarlos todos y revivirlos cada vez que me de la gana. Pero
ya que no puedo, a ellos también los dejo caer.
Me preguntó que habrá al final del vacío. Cuando termine de
caer. Un paraíso de momentos, letras y personas felices porque por fin están en
la nada, o sólo un basurero de recuerdos que nadie quiere recordar.
Mientras caigo y logro saber que hay al otro lado. Cierro
los ojos y respiro. Es la cosa más sencilla y efectiva que me han podido
enseñar. Me lo enseñó un hada que tenía las alas rotas y cada vez que quería
elevarse la realidad la devolvía de un puño al suelo. Cuando se tomó su tiempo
para cerrar sus ojos y respiró. Vio colores que nunca había visto.
Caleidoscopios que la cegaban ante su hermosura. Pero la ceguera no era
problema, porque miraba hacia adentro. Donde no importaba ser ciego si no frío.
Sintió el viento acariciar suavemente
sus mejillas, cómo el aire entraba despacio y llenaba sus pulmones de aire.
Mientras se llenaban, su mente se llenaba a la vez de ilusiones. Tenía tráfico
de pensamientos pero al hacer esto puso semáforos en las calles de su mente. Y
luego cuando soltaba el aire, junto con él se iban todos esos peatones atrevidos
que no respetaban el “Pare”, todos los autos averiados que dejaban a su paso
una nube de humo tóxico. Y las calles
empezaban a fluir un poco mejor y ella a reconstruir sus alas. También fue ella
quién me enseñó que el amor es la fuerza más poderosa. Por eso quieren que
odies, porque si amas te haces fuerte y puedes tejer tus alas de nuevo. Y
volar. Y flotar.
Flotar como las burbujas que hacía cuando me levantaba
enredada entre tu pelo y el frío de la mañana. Flotar como las medusas que van
por ahí tranquilas en el mar pero venenosas. Flotar como flota un globo que
está inflado. Porque en este momento, cayendo paulatinamente, me siento como
ese globo. Sólo que en vez de estar inflada de aire estoy inflada de vida.
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